jueves, 22 de noviembre de 2007

La decadencia de los dragones



LA DECADENCIA DE LOS DRAGONES Chesterton escribió que la diferencia que hay entre la edad antigua y la moderna, es la diferencia entre una edad que lucha con dragones y una edad que lucha con microbios. ¿Será ver­dad que en la antigüedad temamos imaginación y podíamos creer en ella, mientras que en la actualidad sólo tenemos eviden­cias de un mundo que ha perdido su prestigio y su magia? Creo que la imaginación humana no ha perdido su vigor, pero sí ha cambiado sus temas y sus símbolos. Ese siglo tremendo que aca­ba de irse abundó en obras fantásticas y en creadores asombro­sos, y pretender agotada nuestra imaginación sólo evidenciaría que carecemos de ella; pero, al menos en las artes y en las creen­cias populares, mucho se ha modificado en los últimos tiempos.

Me parece advertir que las grandes creaciones fantásticas de la humanidad corresponden a épocas en que primaba una cosmología compartida. En la antigüedad las sociedades vivían y creaban colectivamente, en tanto que en la nuestra predomi­na lo individual. Las grandes mitologías fueron fruto de la sen­sibilidad unánime de los pueblos, y también lo fueron las más ilustres formas de la fantasía. Dioses, monstruos, prodigios y criaturas fantásticas, corresponden a creencias colectivas, y su­ponen un acuerdo profundo entre los miembros de una comu­nidad. Que tantos pueblos aislados unos de otros concibieran dioses semejantes, creyeran en la magia de los bosques, en el
poder de los anillos, las lámparas y las espadas, e inventaran ra­siones mágicas de hombres y animales, revela que todo ello co­rresponde a verdades muy prorandas e intemporales de la espe­cie. La edad del triunfo del individuo no equivale a la muerte de la imaginación, pero sí a un cambio en el espíritu de esas creaciones. Yo diría que nuestra imaginación se ha hecho me­nos inocente, menos espontánea y, si se quiere, más intelectual. Los grandes creadores contemporáneos de obras fantásticas suelen ser hombres de mentalidad filosófica como Edgar Alian Poe, como Jorge Luis Borges, como Franz Kafka, o como la le­gión innumerable de autores de ciencia ficción. Es como si ya nos resultara difícil soñar sin la ayuda del pensamiento, de la ciencia, de la información, y quienes persisten en la invención de universos semejantes a los de la mitología clásica, en tejer va­riaciones sobre el viejo mundo de los dragones, los gnomos y los objetos mágicos, como Tolkien en El señor de los anillos, tienden a ser relegados al ámbito subalterno de los autores para niños, y la suya tiende a verse como una literatura ingenua o pueril. Es difícil encontrar en la historia una edad que haya cam­biado tanto su entorno como la nuestra. A mediados del siglo XIX, el mundo no difería substancialmente de lo que había sido durante siglos, los hombres todavía se desplazaban a la veloci­dad de los caballos y del viento, y lo que caracterizaba el proce­so de la historia humana era una suerte de laboriosa lentitud. Su impulso lo dictaban el comercio y la guerra, el ritmo de avance de las velas fenicias y de las cabalgatas napoleónicas, de los co­rreos incas y de las hordas de Gengis Kahn. A partir de la revo­lución industrial, los motores entraron en la historia. Los tre­nes devoraron las distancias e invadieron también las obras de arte, y resulta inconcebible, por ejemplo, el mundo de Dostoiev-ski, sin esos trenes silbando por las llanuras rusas y sin esos prín­cipes neurasténicos y arruinados que conversan en sus vagones con funcionarios estatales y viajantes de comercio.

A comienzos del siglo XX nuevos medios de transporte mo­dificaron, para bien y para mal, nuestra relación con el espacio físico. Antes, como todavía lo recomendaba Fernando Gonzá­lez hace 70 años, era concebible un viaje a pie de una ciudad a otra, o a través de un país; hoy se lo puede concebir como una competencia deportiva, pero difícilmente como un ejercicio de iniciación en el conocimiento del mundo y de aproximación a sus misterios. Ello tampoco equivale a que ese tipo de relación con el mundo haya quedado atrás sin remedio, porque el porve­nir es inescrutable, y bien podría estar lleno de aldeas sumer­gidas en la naturaleza o fanatizadas contra la tecnología, como hoy lo imaginamos, lleno de torres electrónicas, de naves vola­doras personales y de hogares robotizados. Hija y madre de nuestra realidad, la imaginación es dócil al influjo de las circuns­tancias, y contra la creencia de que la fantasía es flor de la anti­güedad, está claro que cada época se aproxima de un modo par­ticular a la invencible extrañeza del mundo.
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La frase de Chesterton hablaba de dragones. Estos fueron durante siglos tan familiares para los humanos como los ánge­les y los duendes: sin embargo, no hace mucho, un gran amante de la literatura fantástica declaraba que en las obras modernas suelen incomodarnos los dragones, que a veces basta su men­ción para contaminar un relato de irrealidad. En un libro festi­vo de imaginación, la obra Ciberiada de Stanislaw Lem, hay un relato paródico sobre «dragonológía», hecho por alguien que al modo de Cervantes quiere ironizar sobre la ficción, y declara que de acuerdo con la ciencia moderna no sólo se sabe ya todo de los dragones sino que se ha llegado a clasificarlos con preci­sión en tres clases: dragones positivos, dragones negativos y dra­gones que tienden a cero. Así, los lenguajes de las matemáti­cas y de la física contemporánea le ayudan a la fantasía humana a burlarse de sí misma.

Es inquietante la aparente imposibilidad de una época para realizar cosas que otras hacían con pasión y con inocencia. Los Griegos creían en sus dioses, los hebreos veían a sus ángeles, Jua­na de Arco hablaba con sus criaturas de los bosques, la Edad Media veía al demonio, nuestros bisabuelos veían a los muer­tos. Walter Otto sostiene que en el caso de los griegos los dio­ses no eran sólo poderes efectivos obrando sobre la realidad, sino que fue a partir de su existencia que ese pueblo desarrolló su arquitectura, su arte, su filosofía, su tragedia, su poesía. Nues­tra edad ve a los dioses griegos como los veía el poeta Schiller en el siglo xvm, como «bellas figuras del país de las fábulas». Se­guramente nos es grato leer que en la cubierta del barco de Odi-seo hay unas alforjas de cuero donde van guardados los vientos: alguien abre por error las alforjas y los vientos furiosos se des­encadenan y hacen zozobrar la embarcación, pero para noso­tros son travesuras de un poeta cordial, las sirenas son bellas for­mas fatales, el descenso del héroe al infierno es una lóbrega e intensa ficción, y no creo que llegue más lejos nuestra fe.

Pero ¿cómo leían, o más bien, cómo oían los griegos estas cosas? ¿Cómo fábulas inverosímiles? Tengo la sospecha de que no es así. Creo que podían creer en ellas, que les prestaban no la pálida fe poética que nuestra época les brinda, sino una fe sólo comparable a la que hoy muestran los niños ante las historias fantásticas. Los griegos, en eso coinciden muchos conocedores de esa cultura, eran en cierto modo como niños. Alguien afir­mó que el enigma que la Esfinge de Tebas le propuso a Edipo ¿Cuál es el animal que camina por la mañana en cuatro patas, al mediodía en dos y por la tarde en tres? Es para nosotros un ingenioso acertijo, pero para ellos debió ser la revelación de la clave monstruosa de nuestra existencia cambiante, el vértigo de las metamorfosis que obra sobre nosotros el tiempo, condensa-do en un símbolo, y debía producir a la vez perplejidad e inquie­tud. No de otro modo ante la representación de una tragedia de Esquilo, en la que el autor había puesto en escena cincuenta furias, varias personas murieron de miedo.

Es imposible hablar de la literatura fantástica sin invocar el recuerdo de nuestra infancia y del modo como influían sobre ella las pompas de la imaginación. Nuestra mentalidad adulta casi no permite proponer y disfrutar con inocencia esas inten-sás e ilustres ficciones. Y sin embargo, aunque no va quedando quien pueda soñar con dragones, esas viejas historias que nos legó la tradición no han perdido su encanto. No seremos capa­ces de crearlas, pero continuamente somos capaces de leerlas y de gozar con ellas. Allí hay una curiosa contradicción: nadie es­cribe ya libros como los que conforman la Biblia, los poemas ho­méricos, Las mil y una noches, los cuentos de hadas medievales, el ciclo del Rey Arturo y sus caballeros de la mesa redonda, o el Cantar de los nibelungos, pero algunos de esos libros volumino­sos nacidos del sueño de pueblos enteros siguen siendo los libros más leídos por los hijos de la modernidad.

Si alguien nos preguntara qué hacer con la historia de Isol­da la bella y su amante Tristán, quien mató un dragón en Irlanda, o qué hacer con la historia del joven Sigfrido, que mató un dra­gón llamado Fafnir en una gruta del norte y después se bañó en su sangre, y que por haberse mojado los labios con esa sangre entendió la lengua de los pájaros, o si alguien nos preguntara qué hacer con los dragones blancos del Ártico, con los dragones par­dos del desierto y con los multicolores dragones del Yang Tze Kiang, que vuelan en bandadas sobre las diez mil montañas de la China y a veces se recortan sobre el atardecer en las cumbres de Pamir, arrojando ociosas llamaradas al viento, nadie reco­mendaría el olvido o la hoguera.

En cambio, los dragones de hoy han palidecido en símbo­los. Un bello y tremendo libro de D. H. Lawrence llamado Apo­calipsis, habla con gran intensidad, y se diría que con vehemen­cia, de ciertos dragones de nuestra época, pero terminamos concluyendo que no son animales, que no tienen sangre verde ni dorada en las venas, que no tienen alas membranosas ni escamas ni garras monstruosas, sino que son símbolos de la amena­zada realidad planetaria. Por todas partes hallamos evidencias de que se ha debilitado nuestra fe. Aunque Henry James logró asustarnos con una equívoca historia de fantasmas que se apo­deran del alma de unos niños, todo en nuestra época termina estando más cerca de la psicología o de la ciencia que de la sen­cilla fantasía, y el más patético de todos los fantasmas de la his­toria es uno que en un relato de Oscar Wilde se esfuerza en vano por asustar a alguien, y fracasa en el empeño de conservar un poco siquiera de decorosa lobreguez en un viejo castillo inglés comprado por gringos incrédulos y pragmáticos. En vano pro­cura salvar la dignidad de lo sobrenatural y de lo siniestro: los hijos del cónsul norteamericano siempre acaban burlándose de su decrepitud y de sus recursos anacrónicos.

Y sin embargo, lo queramos o no, toda literatura es ficción* Toda literatura es una elaboración artificial que finge darnos el mundo mientras sólo nos da una versión ilusoria de él. "Como el mundo no es verbal, toda transcripción verbal del mundo es una fea ilusión, un bienintencionado engaño. Sólo que antes se pro­curaba recrearlo de acuerdo con las leyes de la fantasía, se procu­raba soñar con libertad, haciendo uso de eso que Borges llama­ba, no como una censura sino como una cómplice descripción, la imaginación irresponsable. Tal vez a esos sueños libres, que no se exigían otra cosa que la intensa fe de quien los creaba, se debe la famosa frase de Platón de que los poetas siempre mien­ten, y la oscilación socrática entre el sentimiento de que los poe­tas hablan sólo de lo que no saben y su certidumbre de que hay verdades muy profundas guardadas en la arbitraria fantasía de los poetas, pues éstos, por algún privilegio secreto, son los que saben las cosas sin saberlas, y captan por un movimiento mis­terioso del espíritu los secretos del mundo. Pero hasta los poetas terminaron sucumbiendo a la idea de que la literatura es un ejercicio de la razón, y desconfiando del dictado de la musa o de la diosa, de eso que llamaban los an­tiguos la inspiración. ¿Cuándo abandonamos tal espontaneidad? Creo que podemos invocar aquun momento, que no será por supuesto el momento real de la pérdida de esa inocencia, pero que sí puede simbolizarla. Es aquel momento, a comienzos del siglo XVII, hace ya cuatro siglos, cuando Miguel de Cervantes Saavedra escribió El Quijote. Toda la literatura anterior en Occi­dente parece marcada por la credulidad: todo podía soñarse. La verdad en el interior del libro era absoluta. Los paladines ge­nerosos que recorrían los caminos salvando desvalidos, enfren­tando gigantes, batiéndose en duelo con descomunales guerre­ros que los partían en dos, sólo tenían que recurrir a un bálsamo mágico para soldar otra vez las dos piezas de su cuerpo, y a cabal­gar de nuevo. Por supuesto que la literatura cuidaba la verosimi­litud, la armonía, el rigor. Dante, unos siglos atrás, se esforzaba por darle a toda afirmación una condición de verdad incontesta­ble. Pero Dante se había permitido viajar de la mano de un muer­to por los pozos de gritos y susurros del infierno, por las terra­zas de canciones y de ángeles del purgatorio y por los balcones vertiginosos de los cielos cristalinos, hablando con héroes en lla­mas y con poetas decapitados, con hombres encogidos como garzas en los pantanos y con santos translúcidos, viendo en el infierno serpientes humanizadas y en el firmamento un águila tejida por muchedumbres de bienaventurados, y esperaba que el lector creyera en todo ello por la reposada fe de quien lo cuen­ta. Todo nos lo contó como un hecho, no como un sueño; como un viaje verdadero, con cronología exacta, no como el delirio de un amante viudo. Y lo mismo podemos decir de la saga de los cuentos de hadas de la Edad Media, del Cantar de losnibelun-gos, de los libros bíblicos, de los relatos de caballería que abun­daban por los tiempos en que Cervantes era un viajante empo­brecido por tierras andaluzas, o un esclavo perdido en Argel. El Quijote es uno de esos libros a los que se les atribuye todo: ser
el retrato del alma española, ser la memoria de sus proverbios, haber tipificado las dos maneras posibles de ser humano, haber fundado el realismo, haber fundado la novela, ser la gran saga del individuo, haber fundado la modernidad. Hay algo que yo sé que hizo: despertarnos del sueño sin fisuras de la edad de la . fe y arrojarnos de lleno en la edad de la duda. Después de la edad del Quijote todo en el mundo siguió siendo igual: pero noso­tros ya no pudimos verlo igual, una gran sospecha se había adue­ñado de las cosas.

Pensemos por ejemplo en un gran libro fantástico casi in­mediatamente anterior, el Orlando furioso de Ariosto. Hay en él toda suerte de criaturas fantásticas, de sueños absurdos, de via­jes quiméricos, hay un jinete sobre un potro alado que viaja a la luna. El héroe, que está loco, recupera la razón. Pero al final Ariosto no tiene la rudeza de decirnos que todas esas adorables realidades que vimos en su libro eran producto de la locura de Orlando, hecho que sería tan desagradable como que después de contarnos una historia apasionante el autor nos dijera con una sonrisa vacía: «y entonces me desperté». No: Ariosto, para que no dudemos de la verdad de sus fantasías, incluso convierte en un hecho fantástico la búsqueda de la curación de Orlando: su razón hay que ir a buscarla a la luna, la cura de su sinrazón es también un hecho mágico. Eso es lo que El Quijote no hace. En él, por el contrario, desde el comienzo mismo se nos cuen­ta la verdad triste de que el héroe está loco, de que los otros se burlan de él. Lo que él ve en el mundo es muy distinto de lo que está ocurriendo en la realidad, y se nos permite ver el mundo a través de los ojos disparatados del héroe y de los ojos secamen­te ordinarios de su escudero. Donde el viejo lunático ve gigan­tes, el tosco vecino ve molinos; donde Don Quijote ve ejércitos fastuosamente ataviados y armados, Sancho Panza ve dos reba­ños de cabras y ovejas que por dos extremos de la llanura levan­tan pardas polvaredas.

Lo que hay en El Quijote es lo mismo que hay en el Orlan­do furioso: guerreros, gigantes, ejércitos, reyes, magos, embru- • jos, monstruos. Pero mientras en el Orlando llenan la realidad esas formas fantásticas, en El Quijote todas flotan como una nube sobre un escuálido héroe solitario que está loco; esa realidad má­gica es manifestación de su locura, es un hecho psicológico. Ha nacido la modernidad. También fue Chesterton quien dijo que la diferencia entre la literatura del mundo antiguo y la moderna consiste en que en la antigua el héroe era cuerdo y el mundo es­taba loco, estaba lleno de esfinges, de hidras, de dragones, de gi­gantes, de fantasmas, de hadas, de brujas, de magos y magias; y que en cambio en la moderna el mundo es tediosamente nor­mal pero el héroe ha enloquecido. Y es verdad que desde el Re­nacimiento la locura ha sido de un modo creciente la condición de los grandes personajes literarios. Ya he dicho que antes del Quijote la locura, por ejemplo en Orlando, era también un hecho mágico. A partir del Quijote, es la negación de la magia. A par­tir de las cosas aún inexplicadas plenamente que ocurrieron en ese complejo Renacimiento europeo, el hombre siguió soñando, pero ya no pudo creer plenamente en la verdad de su sueño: allí se inauguró la sospecha de que «ese cielo azul que vemos/ ni es cielo, ni es azul/ ni es verdad tanta belleza». Los héroes clá­sicos de la modernidad son Hamlet, el Rey Lear, el Príncipe Michkine, Gregorio Samsa. El uno, además de estar loco tras haber visto el fantasma de su padre, se finge loco para preparar una venganza que termina siendo una mortandad; el otro pasa de rey a mendigo demente y vagabundo; el otro se va hundien­do en un mutismo y una quietud desesperantes; el otro despier­ta en su lecho convertido en un monstruoso insecto. No sé si otros lectores compartirán mi sensación de que las metamor­fosis de los relatos antiguos eran deleitables, como cuando Cir­ce transforma a los compañeros de Ulises en cerdos, y que en cambio la metamorfosis de Kafka produce una desolada incomodidad. Si no sabemos cuál es la causa de esa mutación tam­poco sabemos cómo revertiría. Así, mientras la metamorfosis de Hornero es un hecho momentáneo, contingente, que en reali­dad no deja huellas, la de Kafka es un hecho definitivo, con el que hay que cargar para siempre.

Propongo una explicación. El creciente realismo de las li­teraturas del mundo ha ido prolongando, y a veces anticipando, las revelaciones de la ciencia sobre nuestra condición. Hace cin­co siglos recibimos la noticia de que nuestro planeta no era el centro del universo sino una esfera infinitesimal perdida en un recóndito suburbio del universo. Hace menos de dos siglos, la noticia de que no éramos ángeles caídos de un espléndido drama cósmico, sino hijos de la tierra, una prolongación, provista de conciencia y lenguaje, de las salamandras y de los peces. Hace un siglo, la noticia de que nuestra conducta no es exactamente fruto de nuestra soberana voluntad sino de un abigarrado tejido de causas físicas, químicas, culturales y fisiológicas, de eso que llama un filósofo el azar, el destino y el carácter. Esa informa­ción hoy indiscutida, llegó también en todo el mundo a los crea­dores y a los soñadores. «Durante cuánto tiempo nos engaña­ron», escribió en uno de sus poemas el infatigable Walt Whitman. Durante la Edad Media la humanidad europea había vivido en un universo fantástico. Sus magos, sus dragones, sus gigantes, sus hadas y sus gnomos eran el complemento cotidiano de un mundo en el que el ser humano occidental creía en cosas asom­brosas. Creer en un Dios todopoderoso, en un demonio que reina sobre pozos de fuego, creer en un alma inmortal y en un cielo donde habitan los espíritus después de la muerte, todo ello supone vivir en un universo fantástico. De todas esas grandes fantasías, es especialmente conmovedora la idea de que todo en el mundo ha sido minuciosamente prefigurado por una mente cósmica que ha contado cada uno de los cabellos de nuestras ca­bezas y que tiene escritos en su libro todos los pormenores de un futuro que nosotros no podemos adivinar aunque esté a mi­nutos de distancia.

Yo diría que ése es el universo que se ha ido derrumbando con las revelaciones del pensamiento contemporáneo. Desde cuando Giordano Bruno habló del infinito universo y los mun­dos, el cielo físico se ha llenado de abismos y ya sólo parecen caber en él las descripciones de la astronomía, las cabelleras he­ladas de los cometas y el rumor de insectos eléctricos de los sa­télites que nos vigilan noche y día. Desde cuando los teóricos de la evolución nos revelaron nuestros asombrosos orígenes y nos hicieron parientes de los monos y de los pájaros, el hom­bre, que era un ángel caído desterrado de su patria eterna, empe­zó a sentir que tal vez no hay un cielo que nos espera, que tal vez no hay más que este universo breve e innumerable y que te­nemos que buscar la felicidad en él, y los más alarmados se acos­taron una noche sintiéndose dioses y se despertaron en su cama convertidos en insectos monstruosos. Desde cuando nuestra conducta dejó de ser asunto de fidelidad a unas leyes escritas en el mundo por la divinidad o por su amanuense en unas tablas de piedra, ya no sabemos muy bien en qué fundar nuestros prin­cipios de la justicia, de la verdad, del bien e incluso de la belleza. Todo es incertidumbre, todo es inquietud, todo es perplejidad. Ya no nos es fácil tejer variaciones sobre esas criaturas y fenóme­nos que durante siglos encarnaron el rostro armonioso de nues­tros sueños.

Sin embargo, repito que no es el horizonte de la fantasía lo que se ha esfumado ante nuestros ojos, sino un orden mental particular. El principal cambio que se ha ido obrando en el or­den de nuestra civilización, es la pérdida de fundamento para la idea de que la realidad está dividida en un mundo material y un cielo espiritual, de que el ser humano está dividido de un modo tajante entre un cuerpo material sujeto a la muerte y un alma inmortal. El crepúsculo de ese orden histórico, que fue la fuente de los materialismos y de los espiritualismos, no nos deja desamparados de imaginación, pero nos vuelve hacia for­mas de la imaginación que parecían olvidadas o definitivamen­te perdidas. El auge del moderno individualismo es fruto de la idea de que el espíritu humano es la más alta expresión de la rea­lidad, es fruto del supuesto cristiano de que el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios y de que es la criatura superior de la naturaleza. Pero tal vez ahora se cierne sobre el horizonte una nube de invenciones muy distintas a las que hemos conoci­do en los últimos siglos, y que se parecerán más al animismo de los pueblos indígenas, a la búsqueda de los poderes divinos y fan­tásticos que rigen el mundo natural, y al espíritu de las mito­logías paganas, que a las ilusiones de una supremacía humana, espiritual, científica, técnica, que tendió a hacer de la razón el principal valor de la especie. Las revelaciones de la moderni­dad, que parecían volvernos toscamente realistas y reacios a la fantasía, vuelven a situarnos, sin embargo, en el horizonte pla­netario de la cultura griega presocrática. Es el universo cristia­no el que se ha desdibujado. Lo que ha ido desapareciendo del mundo es el fundamento cristiano de la fantasía. Pero tal vez su partida vuelva a abrir camino al universo pagano de la fantasía, cuya principal característica es que no centra todo en lo huma­no, entiende que la divinidad está en el mundo, devuelve su pámado a la naturaleza, y abandona la idea de la voluntad como causa central de nuestras acciones. Yo quisiera entrever en el confín de la historia el retorno de la imaginación colectiva, la superación de esa edad de individualismo donde todo sueño ten­dió a vivirse como delirio personal y como pesadilla. La supera­ción de la edad en que el héroe está loco, y el ingreso en una edad en que el héroe esté cuerdo y el mundo vuelva a estar lle­no de poderes fantásticos.

Se dice que en el principio de la poesía está el mito, y así mismo en su fin. Llamamos mitos al sistema de explicaciones sagradas que le permiten a toda civilización habitar el universo, Mientras no se haya construido un sistema de mitos no creo que se pueda hablar de una civilización, e incluso es muy probable que no se pueda hablar de humanidad. Los mitos son grandes trazos, grandes figuras, complejos diseños por los cuales la hu­manidad interpreta el orden del universo y gobierna su propia existencia. Pero el orden mítico en que estamos inscritos parece agotarse. Hoy, por todas partes, la humanidad busca desespera­damente respuestas que no se limiten a asuntos prácticos inme­diatos, respuestas en las que pueda basarse su conducta, verda­des que le den un sentido, en la doble acepción de rumbo y de significado, a la aventura de la civilización. Tal vez el hecho in­dudable de que la humanidad está por primera vez unida por la conciencia común de formar parte de un todo, verdad que an­tes era borrada por la pertenencia ciega a naciones y tribus, por la subordinación a los poderes gentilicios, y la conciencia profun­da de que el planeta es nuestra frágil morada común, hagan surgir el nuevo sistema de mitos y de sueños compartidos que, en la orilla de esta época de violencia y de desorden, abra un fu­turo para todos. La gran pregunta será como aliar las verdades particulares de los pueblos con la gran verdad planetaria, en una época en la que, como dijo Borges, el centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna; cómo aliar las conquis­tas irrenunciables de la razón con la necesidad de lo divino; el orden refinado de la cultura con el orden inexplicado de la natu­raleza; los progresos de la historia con las intemporalidades del mito. Pero creo que necesitaremos de toda nuestra imaginación y de toda nuestra fantasía para construir un universo mental por el que valga la pena luchar, en el que valga la pena vivir. Tal vez ése sea el sentido profundo de nuestra literatura fantástica: ser el refugio de la imaginación en tiempos de escepticismo, pero también la región donde se gesta la salud emocional del futuro.

POR: Fernando Ospina